El padre Salvador Rangel se reúne con los capos de la droga en Guerrero, uno de los Estados más letales de la campaña, donde 12 aspirantes han sido acribillados a balazos desde 2017
El pasado Viernes Santo, el obispo de la diócesis de Chilpancingo (Guerrero), se subió a un helicóptero con destino a la sierra. El padre Salvador Rangel trabaja en una zona donde tuvo que asumir desde hace años que las decisiones se toman desde la montaña, vive convencido de que los de ahí arriba son los únicos que gobiernan la región. Así que se impuso una misión: poner paz en aquel infierno, aunque aquello significara dialogar con hombres armados hasta los dientes, que han sembrado de cadáveres esta entidad rural y pobre del sur de México, cuya principal fuente de ingresos consiste en el cultivo de amapola. Desde septiembre del año pasado, han sido acribillados a balazos al menos 12 aspirantes a alcaldes, según el conteo de la prensa local, y se espera que esta cifra aumente de cara a las elecciones del próximo 1 de julio. Rangel ha pactado con ellos una tregua.
La masacre de candidatos locales en México ha destapado las grietas de un proceso electoral que avanza marcado por el terror de la narcoviolencia. El país elegirá el próximo 1 de julio más de 18.300 cargos entre federales y locales, entre ellos 1.200 concejales y más de 12.000 regidores. Y lo hará envuelto en las peores cifras de homicidios que ha vivido en más de dos décadas, con un promedio de 71 asesinatos al día.
La violencia ha tocado directamente a la campaña y ha afectado a todos los partidos, aunque se ha ensañado especialmente con el eslabón más débil: los cargos locales. “Va un promedio de un asesinato de un candidato cada cuatro o cinco días, es un margen de violencia absolutamente inaceptable en un proceso electoral”, denunciaba el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, en una entrevista el pasado 16 de marzo en Madrid.
En este contexto y con las tasas más elevadas de homicidios de todo el país, Rangel se propuso subir a la sierra. El motivo inicial era otro: agradecer al jefe de la droga local —no quiso dar detalles sobre el grupo delictivo— que hubiera restablecido el suministro de agua y energía en el pequeño municipio de Pueblo Viejo. Pero aprovechando aquella reunión, quiso poner sobre la mesa una tregua con los políticos locales: “Quise hablar con ellos para que no hubiera más asesinatos a candidatos y me prometieron que iban a evitar eso, que iban a dejar una elección libre para que lo que prevalezca sea la elección del pueblo”, comentó a la prensa el obispo unos días después de aquella charla.
A cambio de frenar la sangría de aspirantes, el narco le pidió al obispo algunas condiciones sospechosamente razonables: “Que ellos no utilizaran el dinero para comprar votos y que una vez que pasen las elecciones, los ganadores cumplan con sus compromisos”, explicaba Rangel a los medios de comunicación. “Lo que ellos piden es que haya un voto libre, razonado y secreto. Nada más”, añadió el sacerdote.
La relación de la diócesis de Chilpancingo con el narco ha provocado no pocas tensiones con las altas esferas de la Iglesia Católica mexicana e incluso con el Gobierno federal. La decisión del obispo Rangel de dialogar con los criminales en febrero después de que asesinaran a balazos a dos sacerdotes de su zona, irritó a sus jefes, que le presionaron para que se mantuviera al margen. Este sacerdote no sólo no obedeció sino que convirtió sus misas en mitines políticos, de donde el obispo salía coreado por los fieles que habían acudido al templo. “Me dijeron de parte del Gobierno que no hiciera más declaraciones. A ver quién aguanta más, ellos o yo”, llegó a declarar en una ceremonia en la Basílica de Guadalupe a principios de febrero ante miles de asistentes.
No por casualidad, en plena precampaña, el aspirante de la izquierda a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador, eligió Guerrero como escenario para promulgar una de sus propuestas más polémicas: una amnistía a los capos de la droga. El padre Rangel se muestra en parte de acuerdo: “¿Que no vale la pena hacer cualquier cosa en favor de la paz? Claro que no puede ser algo general, pero si hay jefes de narcos que quieren cambiar de vida y obrar de manera distinta, creo que es positivo”, declaraba en una entrevista a este diario. “¿Quién es el narco en Guerrero? Es la gente. La mayoría de sacerdotes tratamos con ellos. Es imposible cerrar los ojos, todos nos conocemos”, sentenció el padre.
Asentado en aquella premisa, Rangel y los miembros de su diócesis siguen utilizando las sotanas para hacer de intermediarios entre el narco y la política local. La tregua que ha pactado el pasado viernes con los señores de la droga no cuenta, sin embargo, con más garantía que la palabra de un grupo criminal.
El País