En 1887, Matilde Montoya estaba a punto de convertirse en la primera mujer mexicana graduada en la carrera de Medicina. Durante varios años, maestros y compañeros le pusieron todo tipo de trabas. Argumentaban que las mujeres no deberían, por pudor, tomar cátedras sobre el cuerpo humano y la sexualidad. En más de una ocasión, Matilde tuvo que pedir ayuda a las autoridades. Cuando solicitó permiso para presentar el examen profesional, se lo negaron porque en el reglamento decía “alumnos” y no “alumnas”. La futura doctora notificó el problema al mismísimo Porfirio Díaz, presidente de la república, quien la apoyó para que pudiera titularse.
Tengo en mis manos la edición más reciente del “Libro de estilo de la lengua española según la norma panhispánica” de la Real Academia Española. En el primer capítulo “Cuestiones gramaticales” dice: “En español el género masculino, por ser el no marcado, puede abarcar el femenino en ciertos contextos. De ahí que el masculino pueda emplearse para referirse a seres de ambos sexos (…) Desde un punto de vista lingüístico, no hay razón para pensar que este género gramatical excluye a las mujeres en tales situaciones”. Si regresamos a la vida de Matilde Montoya, podremos notar que históricamente este masculino gramatical no ha sido tan neutro. ¿Es culpa de la gramática? ¿Es válido cambiarla?
El conflicto del lenguaje incluyente es más profundo de lo que parece. Desde los tiempos de Platón, en el famoso diálogo de “Crátilo”, se discutía si el lenguaje articulado había surgido por naturaleza o por convención. Ahora sabemos que las lenguas son el resultado de una milenaria tradición cultural. Ferdinand de Saussure, “el padre de la lingüística”, determinó entre los principios del signo lingüístico el carácter “mutable e inmutable”. Mutable porque las palabras se transforman con el tiempo (ahora decimos “hermoso”, no “fermoso”) e inmutable porque un individuo no puede cambiar de la noche a la mañana las palabras de una lengua e imponerlas a la masa de hablantes.
El polémico masculino gramatical es una herencia que sí tiene raíces en un mundo pensado por hombres, pero se utiliza por convención, en algunos casos, para referirse a cualquier ser humano. Lingüísticamente, el “Libro del estilo de la lengua española” tiene razón. El problema es que en la realidad ha tenido consecuencias graves, como el no reconocimiento legal de los derechos humanos de algún grupo social (mujeres, personas no binarias, etcétera). ¿Llegará la justicia imponiendo un lenguaje inclusivo? Habrá que tener cuidado. Hay quienes piensan que cambiar nuestra manera de expresarnos es un paso para combatir la desigualdad, pero las lenguas no funcionan así. Utilizar un lenguaje incluyente no garantiza la propia inclusión. Los gobiernos, por ejemplo, se han apropiado del habla inclusiva mientras sus prácticas continúan igual o peor de excluyentes.
Estoy de acuerdo con las intenciones del lenguaje incluyente. En los últimos años se han explorado las posibilidades para lograr un modo de expresión donde nadie quede fuera. Pero la lengua no se rige por órdenes ni se transforma por decreto. Decía el lingüista Edward Sapir que las lenguas son algo más que meros sistemas de transmisión del pensamiento, “son las vestiduras invisibles que envuelven nuestro espíritu y dan una forma predeterminada a todas sus expresiones simbólicas”. Cuando la desigualdad disminuya y sea una realidad compartida, entonces la lengua “cambiará sus vestiduras”. El proceso ya empezó, pero la “mutabilidad” lingüística, como la social, toma tiempo.
Fuente: Vanguardia MX