Su hermana, con un altavoz en la mano, pasó dos noches enviando ánimos a Erick a través de los cascotes hasta que lo encontraron sin vida
“¡Resiste!, ¡aguanta!, ¡tú puedes, Erick!”. Durante dos noches, la familia de Erick Gaona se mantuvo frente a la mole de hormigón, gritándole a la montaña de escombros con un megáfono.
La tarde del martes más negro, el edificio de cuatro pisos, en la calle Medellin 176 esquina San Luis, en la Colonia Roma, colapsó. Se vino abajo 40 minutos después del terremoto que ha costado ya la vida de al menos 286 personas. Fue la trampa que atrapó a Erick.
“Salió y volvió a entrar. Le dijimos que no lo hiciera porque se veía feo, pero entró a recoger sus cosas”, recuerda el vendedor del puesto de periódicos y golosinas que hay frente a lo que hasta el martes era un edificio de oficinas. Se acuerda de él perfectamente: robusto, grande, con barba, unos cuarenta años.
Apenas había pasado media hora del temblor y a la 1:50 de la tarde la sensación en la calle San Luis Potosí era de que la pesadilla había terminado. Muchos vecinos aprovecharon para entrar y revisar los daños, pero el edificio de Erick se venció completamente de un lado.
Su familia buscó la lista de Locatel, fue a los hospitales de Xoco, Balbuena y la Cruz Roja de Polanco y en ninguno estaba su hermano. Tenía que estar ahí. Y ya no descansó.
Desde entonces su familia estuvo junto a los servicios de rescate con un megáfono desde el que le hablaba día y noche. “No nos vamos a mover hasta que salgas. Tu hija está bien, tus padres están bien…ten fe», gritaba a los cascotes su hermana.
Durante dos noches, con cada ladrido de los perros, lo que significa que hay alguien sepultado, se avivaba la esperanza. Hasta entonces, los brigadistas habían sacado de esos mismos escombros a tres personas vivas y tres muertas y solo quedaba él, de acuerdo con el recuento que habían hecho los vecinos, amigos y familiares.
La tarde del 19 de septiembre, en el portal de Medellín Nº 176 había una vendedora de tortas que quedó aplastada por cuatro pisos junto a una niña. Ambas habían vuelto al changarro después del susto. Solo habían pasado 40 minutos; hasta cierto punto normal. Una reacción tan natural como peligrosa, teniendo en cuenta que ha habido más de 100 réplicas desde entonces.
50 horas después su hermana seguía: “Te amo, aquí está tu familia, no nos vamos a mover, resiste”, gritaba cada vez con menos fuerza, pensando que lo escuchaba.
Cerca de las 12 de la mañana del jueves, Chichi, un pastor belga de aspecto famélico y entrenado en Saltillo, seguía oliendo entre las piedras. Husmea hasta que localizó un lugar y comenzó a arañar el cemento de forma frenética. Era la segunda vez que marcaba el mismo punto.
Una vez ubicada la existencia de un cuerpo, el equipo israelí y los Topos de México se hundieron entre las piedras y salieron con Erick envuelto en una sábana. Entonces, en un gesto que ya es un símbolo, levantaron el puño para pedir un minuto de silencio. Los rescatistas explicaron después que, probablemente falleció en el instante del derrumbe, con la caída de los primeros cristales.
Su hermana se detuvo entonces ante las decenas de voluntarios que llevaban dos días dejándose la piel sobre los cascotes y tomó el simbólico megáfono para dirigirse a ellos: “Gracias a todos, gracias a quienes han ayudado en las tareas de rescate y a quienes han traído comida y víveres. Pido un aplauso para ellos…”, y se esfumó entre la gente, con el megáfono derrotado colgando en la mano. El milagro había pasado de largo hacia otra cuadra.
El País