Jul 14, 2018 | 0 Comentarios

Balazos frente a las Suburban: el crimen que tiñó de sangre el oasis de la clase alta mexicana

El País

Oaxaca. —¿Sí supiste lo del cadenero, güey?

— Ah, sí, no mames, el de Love, ¿verdad?

—No, güey. El Chepe, güey.

Tres jóvenes engullen unos tacos en una de las avenidas más poderosas de la capital mexicana. Un puesto donde el taquero va vestido con filipina, tiene página de Facebook y traduce el menú al inglés. 30 pesos la unidad, el triple que en cualquier otra esquina de la ciudad. Han estacionado su coche de lujo frete a una plaza comercial con las discotecas más exclusivas. Es jueves, doce de la noche. El desfile está a punto de comenzar.

Por la avenida Presidente Masaryk (en el corazón de Polanco), la Rodeo Drive mexicana, rugen decenas de camionetas suburban negras, blindadas, unos imponentes vehículos más propios de un jefe de Estado. Tienen capacidad para ocho personas, pero en la parte trasera viaja generalmente una: el mirrey. A veces con un séquito de chicas guapas y amigos ricos. Tacones, gomina y litros de perfume. Se detienen junto a la entrada de un edificio. Y el entramado de seguridad, infranqueable para casi cualquier civil, se derrite. Seis hombres fornidos, uniformados de negro, les abren el paso. La única contraseña que sirve ahí es el dinero.

El que era hasta hace poco el jefe de todos ellos, fue acribillado a balazos el pasado sábado en una zona cercana. José Manuel Serrano, El Chepe, de 46 años, recibió cinco tiros. Sobrevivió. El famoso cadenero de Polanco, el San Pedro de las discotecas de lujo, el hombre que solo con un vistazo decidía quién era digno y quién no de abrirle las puertas del cielo. Un veterano trabajador de la noche mexicana que se había codeado con la crema y nata nacional, tanto en la capital como en la joya de la corona del Pacífico (el Acapulco nice de los noventa), un empleado de seguridad convertido en leyenda. Iban a matarlo a él, concluyó la Fiscalía. Y el crimen fallido, terminó con una joven estadounidense de 27 años muerta en la entrada de un restaurante con una bala perdida en el cráneo. 12 tiros son muchos.

Tatiana Mirutenko había viajado a México para celebrar su primer aniversario de bodas con su marido y unos amigos. Trabajaba en una compañía farmacéutica de San Francisco (California) y poco antes de morir había hablado con su madre: «Me decía lo maravilloso que era, lo seguro que era el país», recordó Natalie Mirutenko en una entrevista para la cadena estadounidense ABC News. Su cadáver, tendido sobre la entrada de la taquería El Califa, en el barrio residencial Lomas de Chapultepec —donde vive gran parte del poder económico y político de la capital— hizo saltar todas las alarmas.

Si la escalada de violencia en México (90 homicidios al día) y su extensión a la capital (4 al día) podía tener una excepción, esta era Lomas de Chapultepec o Polanco (ambas colonias colindantes). El terror del narco se había asociado habitualmente a la periferia, a los barrios más pobres. Pero estos días, muchos habitantes de la zona se preguntan si hay un solo lugar en la República a salvo de la violencia.

La Policía de la capital ha registrado decenas de denuncias de extorsión a dueños de restaurantes y locales en este acomodado barrio, según han asegurado esta semana. Y la línea de investigación principal del intento de homicidio a El Chepe apunta al narcotráfico. Una guerra abierta entre un cartel local, Unión de Tepito, que pretende instalarse en los principales puntos de venta de droga, frente a los que regentaban antes el poder, es la responsable de que escenas violentas como esta, más propias del norte del país, sucedan a pocos metros de la residencia del presidente de México.

Consultados por este diario, diferentes hosteleros de Polanco desmienten la versión oficial. «No hemos recibido ninguna amenaza del narco ni tampoco por derecho de piso [el pago de una cuota al cartel a cambio de seguridad] y no conocemos a nadie que lo haya sufrido. Puede que la Policía informe sobre eso para simular que están trabajando», aseguran. Niegan que el barrio sea más inseguro que antes: «Si toman Polanco, estamos perdidos todos». Pero reconocen que no es la primera vez que al crimen organizado, que ha operado tradicionalmente en cada rincón de la capital —aunque con prácticas generalmente más discretas en otras ciudades del norte del país— «se le va de las manos». Consideran también que la presión sobre los locales de fiesta debe ser mucho mayor que la que soportan ellos. «Aquí todo se resuelve con dinero», sentencian. Los gerentes de tres de las principales discotecas de Polanco no han querido hacer declaraciones a este periódico.

Según un informe de seguridad de la Policía obtenido por EL PAÍS, que recoge los delitos registrados entre el 1 de enero y el 7 de julio de este año en la zona de fiesta de Polanco, conocida como Polanquito (que agrupa unas 14 calles pequeñas), los asaltos han disminuido un 17% —con seis casos menos que el mismo periodo del año anterior, aunque sucede casi uno al día—, no se ha cometido ningún homicidio en esas fechas (en 2017 hubo tres), aunque sí cuentan con un herido por arma de fuego. Se han contabilizado siete robos a negocios, una cifra similar a la del año anterior. Y han detenido a 12 personas por posesión de armas.

Las cifras oficiales muestran que Polanco es una de las pocas zonas comerciales y de fiesta de la capital que había resistido hasta ahora a los embates del narcotráfico. En otros lugares, como la Condesa, muchas discotecas y bares han sido clausurados por las autoridades o han cerrado por presiones del crimen organizado. Los homicidios que ha dejado la reciente guerra entre los cárteles locales han hecho escalar las cifras en la ciudad hasta un 61% más que hace solo tres años. En 2015, de enero a mayo murieron asesinadas 341 personas; en ese mismo periodo este año han muerto 550.

El asesinato de Mirutenko y el intento de homicidio de El Chepe han marcado con sangre el refugio del poder empresarial y político de la ciudad. La bala que mató a la joven estadounidense advierte que el próximo puede ser cualquiera. Los hijos de los ricos mexicanos, ajenos al peligro latente de sus calles, desfilan escoltados como un jueves cualquiera por la imponente avenida Masaryk. «¿Y quién es el que está ahora en la entrada?», se preguntan los que comen tacos en la esquina. La fiesta continúa.

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